Ya pasaron los alegatos en el juicio por el asesinato de Fernando Báez Sosa.
La duda es honda, viscosa. Hay tantas cosas que no se explican. Por qué es malo un subsidio para calmar el hambre y bueno para proteger el algodón estadounidense. Por qué son malos los países que cultivan coca, y bueno el modo de vida de los países que la consumen a toneladas. Por qué Macri nos regaló una deuda “buena”, cuando el mundo y el FMI sabían que era muy mala. Uno se pierde entre tanto “bien” y tanto “mal”. Por qué gran parte de la opinión publica exige prisión perpetua para los rugbiers acusados de asesinato, y parte de esa misma opinión pública no solo no condena el intento de asesinato a Cristina Kirchner, sino que lo pone en duda. Eternas neblinas del bien y del mal. En la modernidad, con la muerte retórica de Nietzsche sobre Dios, aceptamos que el mal se puede ejercer de plena voluntad. Hemos normalizado las exacerbaciones del mal porque las asumimos como parte de la especie humana. Ciertos aspectos de nuestras relaciones con el mal se han institucionalizado y normalizado.
El asesinato de Fernando Báez Sosa es de una brutalidad desmesurada. El informe forense revela “múltiples traumatismos de cráneo, pulmones congestivos, hemotórax, laceración de hígado, múltiples escoriaciones y equimosis en región maxilar y traumatismo del lado derecho de la mandíbula”. “Un plan criminal”. “Una voraz carnicería”, declaró el abogado defensor Burlando. “No hubo roles: todos hicieron todo”, expuso la Fiscalía. “Los ocho imputados son “coautores” del homicidio porque tuvieron “el co-dominio del hecho, la posibilidad de emprender, proseguir y detener el curso causal del delito”.
La violencia mata, la pobreza también. La deuda es pobreza, también violencia. Una violencia “buena”, integrada. Cuantas “patadas en la cabeza” recibimos de ese grupo de rugbiers desatados del Fondo Monetario Internacional. Esa huella en el rostro de deuda “neo”, asesina, de 45.000 millones de dólares que nos inyectó en vena el gobierno de Mauricio Macri. Una deuda que vino a habitar nuestra tristeza. Que muerde y no te suelta. De la deuda no se habla. Ya nos lo hemos dicho todo, o casi todo. Se habla de los rugbiers, de su violencia “mala”, salvaje, irracional.
Como sabía Pigmalión, que talló sus anhelos en mármol, moldear a algunos humanos es imposible. Así nos encontramos con cierta sensibilidad ciudadana, de corte patriótico, de bandera y corneta, que como un germen de excentricidad kafkiana sostienen con firmeza que Santiago Maldonado se ahogó, Milagro Sala es una presa “común”, y a Nisman lo asesinó un meteorito venezolano. Circo y pandereta de negacionistas de lo indeterminado. Esta sensación de extrañamiento de lo real podría servir para inaugurar nuevas vías de repensar nuestro lugar en el mundo. Pensar de manera crítica esas nuevas formas de lo visible.
Cuanta violencia social se esconde en ese mendigo que dormirá esta noche dentro de un cajero rebosante de dinero. No hay que irse a las espaldas del mundo para comprobar la violencia de la pobreza extrema. En la esquina de tu barrio hay un hombre arrodillado en cruz reclamando la parte del mundo que le corresponde. Son almas que ya se han ido de la vida. No hay más dolor que rememorar el tiempo infeliz de la desdicha. Ese horror que nace de la deshumanización del otro.
Todo lo que te susurra el mercado al oído es para acostarse contigo. El capitalismo salvaje, neoliberal, se ha metido en tu cama. Descansa en tu celular, el que dejas todas las noches debajo de tu almohada.
Por José Luis Lanao