Sociología del Narcotráfico
Las voces, en esta entrega, son las de familiares y vecinos
Ir al territorio requiere de una apertura al conocimiento. Un universo encontrado. Las entrevistas abiertas son el método más genuino para encarar la problemática de los consumos. Dichas entrevistas les permiten a los entrevistados moverse sin condicionamientos. Son entrevistas que habilitan la manifestación de las emociones. Que no inhabilitan sino que permiten ir al fondo.
Escuchar. Saber escuchar. Entender que no somos ajenos al mundo del consumo de estupefacientes porque formamos parte de ese tejido social roto que nos vulnera y nos permeabiliza.
No se juzga. Se analiza, se evalúa. Y fundamentalmente se empatiza con el dolor del otro.
…………………………………………………………………………………………….
“Mi casa dejó de ser un hogar el día que la droga entró”. “Entró con mi hijo. Puedo recordar esa tarde. Estaba irreconocible. Las pupilas dilatadas. La mandíbula parecía dura pero la movía”, cuenta Bea.
Bea era la madre de Nahuel. En realidad lo sigue siendo aunque ya no lo abraza. No lo contempla. No lo reta ni lo guía. Lo extraña. Lo duela. Un duelo eterno.
Nahuel tenía 25 años cuando murió. Un cuerpo joven aunque desgastado. A los 17 años comenzó a probar drogas. La mirada de Bea se pierde por la ventana. Esa ventana en la que aguardaba que Nahuel llegara de la escuela, del boliche, de jugar a la pelota.
“Creo que no le quedó nada por consumir y lo que no consumió es porque todavía no existía”. “De repente le empezó a dar al paco y el paco se lo llevó. En 5 meses”. “Quedó vació y dejó un vacío imposible de llenar”.
– ¿Qué te representa la droga, Bea?
– La droga es el infierno que te lleva a la muerte. La droga fue el verdugo de mi hijo”.

Las voces de la droga lastiman. Las vivencias son crueles. Dolorosas.
Entre el ser y el deber ser hay un debate desolador e inquietante.
“La eché de mi casa y durante 8 meses no supe nada de ella. O se quedaba drogándose y me mataba, o se iba”, cuenta Soledad, mamá de Paola.
Paola se puso de novia con un consumidor 10 años más grande que ella. Desde que comenzó la relación cambió. Su forma de responder. Su conducta. Se volvió irresponsable.
Sucede que la droga modifica conductas y con ellas la forma de presentarse ante el mundo. El consumidor, por momentos, se jacta. Enfrenta y desafía. Se envuelve en una falsa sobrestima que destruye de forma masiva.
“Echarla fue terrible pero ella no se quería tratar”. “Volvió a los 8, casi 9 meses. Estaba toda golpeada”. “Pao estaba físicamente irreconocible. Desfigurada y de una flacura que dolía. Ni un día dejé de llorar. De pensar en ella. Yo también me consumí por dentro”.

Paola hoy está bien. Aceptó ayuda. Lleva 5 años de tratamiento. En distintas etapas y fases. La droga se transformó en un velo. En una “aliada”. En el escape al dolor de los golpes que se disculpaban con la promesa de la última vez.
Soledad no se perdona haberla echado de la casa pero Paola se lo agradece. “Me vi morir todos los días y todos los días también sabía que tenía a dónde volver”.
Cada vez que converso sobre estos temas todo se vuelve gris. La opacidad nos envuelve en la conversación. Es imposible no recrear los escenarios.
Es tan delgada la línea que puede llevar a una persona al consumo. Y es tan delgada la franja que puede llevar al consumidor al delito culposo.
“Vivir entre drogones es un espanto”. “Quilombo todos los días”. “Las pibas se zarpan más que los pibes. Ellas se entregan por nada. Falopa y afano”, cuenta Ezequiel.
“Yo vivo frente a un lugar de venta. La joda no para y encima les dan lugar para consumir”. “Estoy podrido de escuchar hablar de barrios seguros. Acá lo único seguro es la venta de drogas y los tiros. Hay muchos muertos que pasan desapercibidos”, agrega Juanjo.
Los puntos de venta de drogas, en sus distintos estadios, ofrecen alternativas. A más grande la estructura, más “beneficios”. Uno de esos beneficios son las salas de consumo. Y conforme a la frecuencia de compra, algunos narcomenudistas ofrecen pequeñas degustaciones.
Los vecinos de los barrios se sublevan. Se alteran. Se enojan e indignan.
Los barrios tomados por la barbarie. Por la alteración. Entre el delito y el consumo.

“Soy madre de una adicta hoy limpia, con vida impecable de sobriedad y de trabajo desde que nació su hijo hace diez años. Me duele el alma por esas niñas (triple crimen) porque vaya a saber a los peligros que se expuso mi hija.
Hoy y después de mil luchas (internada un mes en el hospital), le doy gracias a Dios por lo que hace. Ella tiene su carro de venta en la playa, trabaja, vive con su hijo”.
Es el testimonio de una mamá consternada por el triple femicidio enmarcado dentro del universo narco.
Como muchas otras madres, padres y familiares, el interrogante recurrente se asienta en cuáles son los potenciales peligros a los que la droga expone, aunque también se relatan los concretos que les han contado y visto.
“Que una hija entregue su virginidad por una dosis de paco te hace preguntar infinitas veces qué hiciste tan mal”, comenta Olga en una ronda de testimonios.
Mientras algunos buscan encuadrar el consumo de estupefacientes en una estructura romántica y de bienestar, del otro lado hay familias enteras padeciendo. Son los pacientes colaterales. La familia en zozobra.
“La fui a buscar y la encontré tirada en un baldío. Rota en todo sentido”.
Los vecinos observan directamente como el espectro busca a quién arrebatarles.
Cuando la droga llega se instala. Cambia el concepto de habitus. La dinámica natural de los barrios se ve alterada. Se modifican las costumbres. Se vive entre contradicciones y paradojas. Y a veces el miedo deviene en terror.
“Había una señora que vendía y siempre venía otra de las vecinas a decirle que por favor no le venda más al hijo. Años después a la otra le pasó lo mismo. El hijo se le perdió en la droga y hasta lo terminaron matando por droga, creo…”, me cuenta Lucas. Un muchacho que hoy se cuestiona no haber salido de la villa cuando tuvo la posibilidad, ya que en el barrio se naturalizan cosas que él no puede.
“Pero lo más loco es que en el barrio vivimos todos juntos, y te cruzas con la familia de la nena que murió y en la otra cuadra con la del delincuente que la mató”. Se refiere al caso de una nena atropellada por un vehículo en el que venían 3 delincuentes hijos de tranzas.

“Así como me ves, en esta casa estupenda y con todo lo que aprecias a tu alrededor, en realidad no hay nada. Helena iba a un colegio inglés, hacía deporte, tenía su auto, viajaba. El mundo a sus pies. No le faltaba nada o eso creíamos. Tal vez estábamos en medio de tanta frivolidad que no lo vimos o no lo quisimos ver. Mi hija espléndida no podía ser una consumidora. Pero lo era. Tuvo un paro cardíaco y se murió. El día de su muerte, en esta casa, nos enteramos que era usuaria de cocaína. Todo esto que ves es un muy lindo pero no te da garantías. Todo esto y más por Helena pero es imposible…”. La historia de Stella, mamá de Helena, nos vuelve a constatar que la droga es un potencial proyecto de muerte que no distingue. Que la degradación es la misma. Que solo cambian los escenarios.
La estigmatización por aspecto físico y/o estético es una constante. La mirada selectiva y acomodaticia. Prejuzgar por apariencias. Despreciar por territorio.
La droga no discrimina. Quienes discriminan son los seres humanos. Para los vendedores de estupefacientes no hay diferencias sociales. Todos son un valor de uso que siempre tendrá cambio.
Las vidas mercantilizadas.
“Esos hongos que te los venden como motor de elevación espiritual te van consumiendo las neuronas de a poco. Acá tenemos varios ingresos de supuestos elevados y una ley de salud mental que los expulsa y empuja a seguir en un universo ficticio”, nos cuenta un enfermero de guardia.
La droga es una hipoteca que se paga: Con muerte o con un trabajo cotidiano abrazado a la pulsión de vida.

Por Laura Etcharren- https://soclauraetcharren.blogspot.com/

