Insiste con tentar a Lavagna y se reserva a Kulfas. Cristina y un entorno que juega.
Por los misterios de la figuración presidencial, Alberto Fernández interesa ahora por todo: declaraciones, silencios o gestos. Da lo mismo uno que otro, vive y lo enfocan en un combo discepoleano –frívolo, trascendente o deportivo– que envuelve a maquiavelos y estafados, iguala a Don Chicho con Napoleón.
Alcanzó la estatura mediática de Cristina, mismo precio de fama y marketing con la ventaja de estar en ascenso. Hasta han sido rotulados ambos como Capitán Beto y Capitana Veto, presuntas derivaciones del juglar Spinetta que encierran una carga irónica sobre el control del poder. En el nuevo e indiscriminado escenario, entonces, la curiosidad pretende descubrir al jugador que Alberto considera más importante en la historia de su querido Argentinos Juniors, o conocer su íntimo deseo para convocar al ministro que desde Economía le resuelva la penosa crisis, o descifrar uno de los instrumentos posibles para resolver la cuantiosa deuda externa. Parece que esos enigmas tienen respuesta. Aunque el instituto de La Paternal fue cuna de Maradona y hasta el estadio lleva su nombre, Fernández prefiere como emblema distintivo a Fernando Redondo, un cinco en lugar del diez, un crack internacional que, a la inversa del otro, discretamente ayudó cuando el club se encontraba en bancarrota.
Quién. En cuanto al futuro ministro de Economía, al que tiene in pectore, el mismo candidato confesó: ¿quién no quiere a Roberto Lavagna en su gabinete? Esa sugerente pregunta expresaba quizás un albur personal que, por culpa de la maledicencia política, se convirtió en una opereta menor para imputarle el propósito de disminuir a Lavagna en su aspiración presidencial. Se generó confusión, debió callar Alberto y no por imperio de la Capitana Veto, se sometió a un reclamo del economista. Pero, luego del 27 de octubre, habrá de volver con su sueño –dicen que una de sus cualidades es la persistencia, bajo la consigna de que “hombre feo que insiste consigue mujer bonita”– para replicar lo que fue la sociedad Kirchner-Lavagna en la primera etapa de la gestión del sureño en 2003. Curiosamente, en ese período considerado exitoso, Fernández y Lavagna no mantuvieron un saludable vínculo, hubo asperezas de todo tipo, desplantes y maltratos. Han quedado en el conveniente olvido esas discrepancias, aunque todavía faltan los debates previos al comicio: a ver si en esa televisiva porfía de egos terminan lastimándose, no se concentran solo en castigar a Macri y se frustra una sociedad antes de consumarla. Por la naturaleza de la brutal crisis, para Fernández la incorporación de Lavagna sería un apreciable auxilio, sea por la entidad personal del economista o la escasez de recursos humanos en su propio frente (no en vano encomendó tareas a Redrado y consultó a Melconian).
En ese período considerado exitoso, Alberto y Lavagna no tuvieron un saludable vínculo
Más de uno compararía esa llegada con el aterrizaje de Cavallo en la administración De la Rúa, cuando este se doraba en el horno. Además, repondría el tándem con Nielsen –un visitante asiduo al búnker de la calle México, ahora inestable en esa oficina– que en aquellos tiempos renegoció la deuda, aunque la relación entre ambos protagonistas hoy revela fuertes discordancias. Para Lavagna, en todo caso, constituiría un desafío y una tentación renovada para “salvar a la patria”, como ocurrió cuando Duhalde lo llamó para integrarlo a su complicado gobierno. Entonces, el convocado aceptó porque el ministerio era “una asignatura pendiente en su carrera”. Ahora ya no lo es, claro, y en su cercanía estiman poco conveniente rifar el titulo del único ministro de Economía que se fue sin objeciones. Resumen una opinión del personaje, quien coquetea con la invitación. En todo caso, imaginan, Lavagna podría sumar en la Cancillería, un cargo con menos estrés.
Haciendo banco. Mientras, Alberto fogonea a un favorito como Matías Kulfas, un flamante reincidente en el matrimonio a quien conoce desde 2006, encargado hoy de planificar el “pacto social”, luego de organizar –dicen– el área de Producción, un ex del Carlos Pellegrini que no proviene de La Cámpora ni de los “tontos pero no tanto” de Kicillof, y de menguada adhesión a Marcó del Pont, que fue su jefa en el directorio del Banco Central.
Podría ser Kulfas un muleto en caso de que no prosperara la operación Lavagna, aunque se desconoce si a este cincuentón poco sociable lo han participado los Fernández de un proyecto en marcha para capitalizar la deuda vencida a través del pago de impuestos con bonos, una alternativa que se ofrece como la penicilina para recuperar la contabilidad de la AFIP, inversores, banqueros y Estado.
Una combinación tan óptima que la propia Cristina consultó ese tema a cierto banquero, en un almuerzo privado, también a un reconocido empresario en otra tenida gastronómica, antes de volver a volar a La Habana, preocupada por la salud de su hija Florencia. Esta contingencia parece apartarla del ejercicio preparatorio que Alberto arbitra para el gobierno mutuo que sería electo el 27, sea en política, medidas y designaciones. Aunque muchos suponen que Carlos Zannini la mantiene informada y aconseja sobre todos los movimientos de Fernández, le crea un entornismo que facilita suspicacias y especulaciones diversas.
Nadie imagine que el ex funcionario se restringe a observaciones ideológicas o sectarias; con seguridad ha sido quien de nuevo incorporó a la mesa gastronómica de la dama al financista mexicano David Martínez, un experto en fondos propios y ajenos, socio de Clarín, accionista de Telecom, visitante de la Casa Rosada cuando venía a la Argentina en tiempos de Cristina. Un preferido de Sergio Massa también. Esa liberalidad presunta que disfruta Alberto no despeja aún una incógnita sobre el grado de participación de Cristina en el armado de un futuro de los Fernández bis, si veta nombres o impone otros, si desarrolla un shadow cabinet en su refugio Patria o, simplemente, si ruega que a Alberto le vaya bien. Hay quienes suponen que ella copia al Perón de los tiempos en que Cámpora fue elegido, aquellas épocas del sonsonete “Cámpora al gobierno, Perón al poder” creado por las formaciones especiales que luego se tragaron su propio veneno. Imberbes, claro. Entonces, el odontólogo avanzó en responsabilidades que tal vez no le competían y, tarde, le preguntó al general sobre decisiones que ya había tomado sin consultar. Socarrón, como siempre, el viejo de entonces le contestó: “No me consulte, usted es el presidente”. Así le fue.
Por Roberto García – Perfil