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Las dos caras de Julio Cirino: columnista de televisión y agente secreto del Batallón 601

A fines de los 70, con su alias “Jorge Contreras” se presentaba en la embajada de Estados Unidos como Jefe de un Grupo de Tareas. Allí sostenía que si se secuestraba una persona que demostraba no tener vínculos con la subversión también debería ser ejecutada porque “liberarla implicaba que pudieran reconocer a los interrogadores”. En 2008, una investigación del Archivo Nacional de la Memoria lo dejó al descubierto y pagó con seis años de prisión.

Los dos tipos tomaban café en una confitería de Palermo. Uno de ellos concitó la atención de la clientela. Era Horacio García Belsunce, periodista en canales de cable, pero más conocido por ser hermano de la malograda María Marta. El otro, sin gozar de semejante popularidad, tenía de cierto prestigio en pequeños círculos de la derecha vernácula por su condición de especialista en asuntos de Defensa y Seguridad. Su nombre: Julio Alberto Cirino.

Esa misma noche –corría el 30 de octubre de 2008–, ambos acababan de participar en el programa “De Frente”, que conducía una tal Malú Kikuchi en la señal Telamax. Allí hablaron de las elecciones en los Estados Unidos que se celebrarían el martes siguiente. Al respecto, Cirino fue elocuente:

–Los norteamericanos saben que si le dan el voto al negro, será el inicio de una tragedia histórica.

El “negro” era Barack Obama.

La conductora -madrea de Carlos Kikuchi, quien años después sería uno de los “inventores” de Javier Milei como figura libertaria, asimiló la frase con un rictus aprobador.

Ahora, tras pedir otra ronda de café, Cirino continuaba enfrascado en el mismo tema y García Belsunce se deleitaba con sus apreciaciones. Luego, al despedirse, quedaron en verse la semana entrante.

Sin embargo, razones de fuerza mayor lo impidieron: al caer la tarde del 6 de noviembre, aquel individuo de rostro mofletudo y expresión adusta salía con pantalones cortos y buzo de un gimnasio situado en la avenida Pueyrredón al 1700, cuando se interpusieron en su camino seis hombres con credenciales de la Policía Federal.

Ese mismo jueves fue a parar al penal de Marcos Paz.

Tuercas y tornillos

Casi tres décadas antes, durante la tarde del 7 de agosto de 1979, el consejero político de la embajada norteamericana en Buenos Aires, William Hallman, y el oficial de Seguridad Regional, James Blystone, mantuvieron en aquella sede diplomática una reunión secreta con un agente de enlace del Batallón 601 de Inteligencia del Ejército. Su alias de cobertura: “Jorge Contreras”. El tema tratado en esa oportunidad fue la situación por la que atravesaba la denominada “lucha antisubversiva”.

“Contreras”, quien se presentaba como jefe del Grupo de Tareas (GT) 7, dijo que antes había encabezado una sección dedicada “al estudio de chinos y rusos”.

A continuación, consideró que el aparato represivo del régimen militar era “un entramado muy complejo, formado por entes secretos y superpuestos”. Calculaba que, por esos días, el 80 por ciento de los centros clandestinos había dejado de funcionar. Y anticipó que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) –la cual en un mes visitaría el país para verificar denuncias– “no va encontrar más que paredes vacías, puesto que habían sido remodelados para no ser reconocidos”. Aseguró que “las desapariciones bajaron de manera brusca a partir de 1978”, aunque no dudó en admitir “operaciones sin permiso o conocimiento superior”.

En este punto, hizo una aclaración: “Si se secuestra a la persona buscada, se publicita; pero si traen a una ama de casa o a la tía de alguien, se niega”. Y afirmó: “Las personas que demuestran no tener vínculos con la subversión también eran ejecutadas, dado que liberarlas implicaba que pudieran reconocer a los interrogadores”.

Justificó aquella conducta con una argumentación inapelable: “El proceso es más importante que el individuo, y hasta los inocentes deben ser sacrificados para evitar que el sistema peligre”. Y su remate fue: “Algunos prisioneros son ejecutados aún luego de cooperar. Pero otros son blanqueados”.

–¿Cuánto puede durar el proceso? –quiso saber Hallman.

La respuesta del represor fue:

–Es como si me preguntara qué tan largo es un trozo de hilo.

En base a sus dichos, Hallman y Blystone enviaron hacia Washington un informe titulado “Tuercas y tornillos de la represión estatal al terrorismo”.

El documento fue desclasificado por el Departamento de Estado a fines de los ’90. En junio de 2008 lo analizó un equipo de investigación del Archivo Nacional de la Memoria (ANM), que forma parte de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. Sus integrantes cotejaron entonces el legajo del agente que se hacía llamar “Contreras”, descubriendo así que se trataba de Cirino.

Al día siguiente de su detención, el secretario de DD.HH, Eduardo Luis Duhalde, dio algunas precisiones sobre él. “Cirino estuvo involucrado en desapariciones. No fue ajeno al Plan Cóndor ni a la misión represiva de los militares argentinos en América Central”.

El esbirro fue arrestado por orden del juez federal Ariel Lijo en el marco de la causa 6.589, conocida como “Contraofensiva”, referida a los secuestros y ejecuciones de militantes montoneros llegados del exilio.

La originalidad de su captura fue que Cirino no estaba mencionado en ninguna causa penal ni denuncia previa. Por el contrario, su carácter de cuadro del terrorismo de Estado era un secreto guardado bajo siete llaves. Por aquella razón, claro, no estaba prófugo y utilizaba alegremente su verdadera identidad. La historia secreta del tipo parecía estar a buen resguardo.

Doble juego

Nacido el 4 de julio de 1950, fue alumno del Colegio La Salle. Por esos días comenzó a frecuentar grupos católicos ligados al sacerdote ultraderechista Julio Meinvielle. Luego estudió en la Universidad del Salvador, donde obtuvo una licenciatura en Historia.

Corría 1974, y su relación personal con el famoso interventor de la Universidad de Buenos Aires, Alberto Ottalagano –que solía posar para los fotógrafos haciendo el saludo fascista– le abrió las puertas de la Facultad de Derecho como ayudante en una cátedra. En 1976 publicó el libro “Argentina frente a la guerra marxista”, donde expone algunas sutilezas como “combatir a los subversivos con fusilamientos in situ”.

A principios de 1977, con una recomendación firmada por un teniente coronel apellidado Menchaca, pudo ingresar al Batallón 601 como PCI (Personal Civil de Inteligencia). Allí su ascenso fue meteórico.

Fue el mismísimo titular de la Jefatura II de Inteligencia, general Carlos Alberto Martínez, quien rubricó su nombramiento.  Ello, obviamente, no evitó que tuviera que empezar su carrera desde abajo. De hecho –según consta en su legajo– tenía “categoría 14” y pertenecía al “Cuadro C  Subcuadro C-2”, algo así como el último orejón del tarro.

Sin embargo, el temperamento desenvuelto y presumido de aquel joven de 27 años no demoró en deslumbrar a sus superiores; en especial al temible teniente coronel Jorge Arias Duval, quien estaba al mando de la denominada Central de Reunión. Esa estructura era algo así como el sistema nervioso del Batallón 601 y sus hombres constituían la elite de la inteligencia militar.
Cirino fue integrado allí como asesor universitario, antes de ser puesto al frente del GT7, que operaba –tal como también consta en su legajo– sobre sectores estudiantiles, obreros y religiosos.

En paralelo a sus quehaceres represivos, siguió impartiendo clases en la UBA, en la Universidad de Mar del Plata y en Universidad de Belgrano. Pero además de enseñar, fisgoneaba a los estudiantes –ya se sabe que esa era una de las funciones del GT7– y, en caso de ser secuestrado alguno de sus alumnos, participaba en los interrogatorios. En tal sentido, un documento aportado a la causa señala su protagonismo en la desaparición de al menos seis estudiantes.

A diferencia del grueso de sus compinches, la vuelta a la democracia no lo privo de tener un altísimo perfil. Conferencias, clases magistrales y visitas a programas de TV fueron el combustible de su agenda cotidiana.

En 1989 fue contratado en la SIDE por su flamante jefe, Juan Bautista Yofre. Y en 1993 tuvo la alegría de acceder a un rango diplomático: primer secretario de la Embajada Argentina en Washington por expreso pedido del embajador Raúl Granillo Ocampo. Permaneció en esa ciudad hasta 1998.

Luego de los atentados a las Torres Gemelas recorrió el mundo como experto en seguridad y terrorismo. Seguidamente escribió un libro sobre los “populismos revolucionarios” en América Latina y disertó sobre una variedad de temas, ostentando títulos de periodista, historiador, presidente del Centro de Estudios Hemisféricos “Alexis de Tocqueville” y director de la agencia de prensa Notiar, fundada con su amigo Yofre.

En 2003 participó en un seminario sobre seguridad regional organizado por el Comando Sur y la Junta Interamericana de Defensa. Por entonces pasó a ser asesor del Estado Mayor de la Armada. Paralelamente se podían escuchar sus columnas en el programa radial de la ya mencionada Kikuchi, llamado “La Caja de Pandora”. Aquel podría ser el título de su biografía.

En la noche de aquel ya remoto jueves 6 de noviembre de 2008, cuando uno de los policías le puso las esposas, él simplemente farfulló:

–Debe haber un error.

Pero no obtuvo respuesta. Luego un patrullero lo condujo al encuentro de su propia historia.

En 2013 fue condenado a seis años de prisión. Ahora está nuevamente en libertad.

Por Ricardo Ragendorfer-Télam

Julio Cirino (Ilustración de Osvaldo Révora)