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Los monopolios del siglo XXI

“La gente del mismo rubro de negocios rara vez se reúne, y ni siquiera para divertirse, pero la conversación termina siempre en una conspiración contra el resto de la gente, o en algún ardid para subir los precios”. Adam Smith, “Riqueza de las Naciones”, 1776.

La brusca e irreversible digitalización de la economía global ha puesto en alerta a los Estados sobre los riesgos que supone el inmenso poder adquirido por unos pocos gigantes tecnológicos o big tech, de los que ahora no sólo depende producir, vender y trabajar, sino también expresarse, informar y, finalmente, hacer política.

El meteórico ascenso de los gigantes tecnológicos y digitales (big tech), hasta hacerse imprescindibles para la vida económica, social y política del mundo entero, trepó también a lo más alto de las agendas públicas de países y bloques decididos a regular e incluso desarticular estos nuevos monopolios del Siglo XXI.

En el último Foro Económico Mundial, la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, resumió el sentimiento de muchos líderes políticos: “Necesitamos contener el inmenso poder de las grandes empresas digitales (…) Quiero invitar a nuestros amigos en Estados Unidos a unirse a nuestra iniciativa. Juntos podemos crear una guía para la economía digital que sea válida en todo el mundo”.

Los tiempos de pandemia y su vuelco hacia el teletrabajo lo hizo todo más evidente. Sin embargo, los monopolios acompañan la evolución del capitalismo desde hace más de tres siglos. De hecho, la chispa de la independencia de las colonias norteamericanas (1776), hoy Estados Unidos, fue el rechazo a un monopolio, el del té, del Imperio Británico.

Entonces, Londres compensó esa pérdida de ingresos creando otro monopolio: el del opio cultivado en sus colonias bengalíes (hoy, India). Con dos guerras (entre 1839 y 1860), Gran Bretaña impuso el opio como moneda de pago del té a China, la gran potencia de la época, y siguió financiando así su Revolución Industrial.

Esa misma revolución consolidó pocas décadas más tarde nuevos monopolios, acordes con la transformación tecnológica. Los experimentó la nueva potencia emergente, Estados Unidos, en sus ferrocarriles e industrias del petróleo y del acero. En 1890, el país se dio la primera regulación federal antimonopolio, la Ley Sherman, pero la Corte Suprema la limitó enseguida. La Ley Clayton (1914) la perfeccionó.

Ya en el Siglo XX nacerían otros gigantes, de comunicaciones: en 1984, cuando ya despuntaban como problema la IBM y nacía Microsoft, el gigante telefónico AT & T fue partido en siete “baby bells”. Los grandes medios de comunicación audiovisuales, de gran influencia política, también fueron vigilados y regulados por sus fusiones. Aún así, en 2012, la AT & T “madre” era otra vez una gran telco (absorbió a una de las baby bells, “hija” BellSouth).

Esta concentración de poder y dinero en unas pocas manos privadas siempre influyó en los procesos políticos, despertó preocupación constante y mereció regulaciones en todo el mundo. En el siglo pasado, en Europa occidental, por ejemplo, muchos Estados optaron por mantener algunos monopolios tradicionales, pero bajo administración pública. En América Latina se experimentaron modelos mixtos.

Hoy, bajo el reinado de la economía digital y las redes sociales, el desafío de los monopolios y oligopolios big tech –basados en la extracción de datos de los ciudadanos, el nuevo commodity- se le plantea a distintos tipos de regímenes capitalistas, occidentales y orientales, todos preocupados por el impacto político y social de compañías que eran inexistentes o minúsculas hasta hace pocos años.

En el fondo, lo que persiste es el debate sobre el rol de los monopolios en la dinámica del desarrollo del nuevo siglo, y si es posible mantenerla sin ellos.

La capitalización de mercado sumada de las siete mayores tecnológicas estadounidenses -Alphabet (Google), Amazon, Apple, Facebook, Microsoft, Tesla y Nvidia- aumentó USD 3,4 trillones sólo en 2020. Son el corazón de lo que el propio Tim Cook (Apple) llama el nuevo “complejo industrial de datos” (the data industrial complex), heredero del complejo industrial militar que señaló Dwight Eisenhower (1953-61) al final de su presidencia.

El mundo y sus líderes se preguntan si es más conveniente desmantelarlos, fragmentarlos o sólo mantenerlos bajo regulación. Si es posible considerar la posibilidad de “monopolios buenos” -que incentivan el desarrollo- y “monopolios malos” -que lo distorsionan-, y por qué, dónde y cuándo deben imponerse los límites.

 
Patentes, datos y dominio

Como parte de la velocidad de los cambios generales, también los nuevos monopolios desplazaron en relevancia a las clásicas multinacionales del Siglo XX. En un par de décadas, salvo los del sector de defensa (un oligopolio sólido, en acuerdo con los Estados), los gigantes petroleros, automovilísticos y financieros han sido opacados en poder e influencia por las big tech, estadounidenses o chinas.

La revolución general de Internet ha sido el vector de la expansión de estos gigantes: el mundo entero está comunicado hoy, salvo que algún Estado (el último caso, Tailandia, durante el golpe militar), alguna plataforma o ambos de acuerdo decidan impedirlo total o parcialmente. Hay excepciones y controles nacionales, pero es apresurado aún hablar del mundo dividido en varias Internet.

Otro factor decisivo para la revolución que alumbró estos nuevos monopolios, según los expertos, es el aumento de la velocidad de los procesadores, su potencia. Se saltó de computadoras personales a smartphones en pocos años y ya entramos en la Internet de las Cosas. La velocidad de procesamiento de datos se duplica cada año y medio, y la de conectividad menos, pero la sigue de cerca.

Las plataformas digitales, explican, se basan en economías de escala y acumulación de datos, y en sistemas algorítmicos muy complejos y de fuertes efectos de red que promueven mercados en los que el ganador “se lleva todo”. Así, los primeros en llegar dominan rápido, absorben luego a los más pequeños y se convierten, al fin, en gigantes del mercado global. “Los datos son la materia prima de acumulación del capitalismo actual”, dice Enrique Barón Crespo.

Aun así, la última generación del fenómeno, las plataformas de redes sociales (Twitter, Whatsapp, Facebook, WeChat, Tencent, Tik Tok), de comercio digital (Amazon, AliBaba) y de “economía colaborativa” (Uber y Airbnb) -que monetizan nuestros datos- conviven con monopolios “veteranos” como IBM, Microsoft y Apple.

Las compañías como Microsoft o Apple se basan en propiedad intelectual, de hardware, software y apps que venden. En cambio, el motor de búsqueda Google y las plataformas de redes sociales se enriquecen con la publicidad y la venta de datos de usuarios con fines comerciales o políticos (un caso original fue el de Cambridge Analytica, que usó datos de usuarios de Facebook para la campaña pro Brexit. En 2021, muchos usuarios están dejando la mensajería de Whatsapp por su decisión de compartir sus datos personales con Facebook, con fines publicitarios).

A comienzos de este 2021, el salto en la demanda provocado por los cambios que trajo la pandemia está provocando una aguda escasez de semiconductores que ya usan todas las industrias, desde la de smartphones hasta la automotriz. Pero esa industria demanda tanta inversión y supone tanto riesgo de precisión -si hay éxito se descarta por defectos el 10% de la producción- que hay sólo tres empresas en el mundo (TSMC, Samsung e Intel)- que los fabrican, y de ellas dependemos.

Por eso, la UE tiene previsto producir sus propios semiconductores avanzados para 2030, como parte de los planes del bloque para reducir las “dependencias de alto riesgo” de las empresas tecnológicas de Estados Unidos y Asia.

Recientemente, Facebook desconectó durante días a sus usuarios en Australia, en rechazo a la exigencia de los medios locales de pagar por compartir sus noticias. Según el experto James Temperton, del medio especializado Wired: “Desde hace años está claro que la web, que se ha configurado a imagen y semejanza de Facebook y Google, no es en absoluto abierta. Facebook no es una red social. Google no es un motor de búsqueda. Son un duopolio publicitario. En Estados Unidos, más de la mitad de la inversión publicitaria se destina a las grandes plataformas digitales”.

La calidad de los problemas que plantea este avance de gigantes globales a los Estados está a la vista. Son económicos, sociales y políticos: la dificultad para cobrarles impuestos a sus millonarios negocios; su capacidad de arbitrar el debate público, que antes pasaba por unos pocos medios controlable y ahora permite intervenir a miles de millones de personas desde cualquier lugar del mundo; y el enorme potencial de sus brazos para influir en la política de países enteros.

La lucha antimonopólica hoy se hace más difícil que antaño, cuando empresas o bancos (como en la crisis de 2008) se aprovechaban para poner condiciones o fijar precios perjudicando los bolsillos del usuario. Google o Facebook, en cambio, ofrecen servicios gratuitos y Amazon abarata los precios al consumidor. Aunque nada es gratis: el usuario “paga” con valiosa información personal de usos múltiples.

Esta práctica, en la autocrítica que hace Cook (Apple), “degrada nuestro derecho fundamental a la privacidad y, en consecuencia, nuestro tejido social”, y contribuye a un ecosistema de “desinformación descontrolada y teorías conspirativas alimentadas por algoritmos”: ya no somos el cliente, sino el producto.

La UE ha rechazado que decisiones sobre el derecho a expresarse, con un “profundo impacto en nuestra democracia”, sean adoptadas por ejecutivos o su software, y demanda que las plataformas digitales asuman la responsabilidad por el contenido que vehiculizan y, además, garanticen a los usuarios la privacidad de sus datos.

La comisionada Van der Leyen citó el caso del ex presidente estadounidense Donald J. Trump, a quien las redes sociales Twitter, Facebook e Instagram le cerraron sus cuentas personales: “Eso no puede basarse en reglas internas de una empresa”.

El canciller mexicano, Marcelo Ebrard, opinó igual: “No es de admitirse que haya una persona o grupo de personas que determinen, por encima de los estados nacionales, quién tiene derecho de expresarse y quién no”. En cambio, el gobierno de Francia consideró el de Trump un caso excepcional de “profilaxis de emergencia”.

El Foro Económico Mundial, en su reciente Informe de Riesgos Globales 2021, cita los de la “concentración de poder digital, desigualdad digital y falla de los sistemas de ciberseguridad” como uno de los más probables.

 
Multas, leyes y otros remedios

No es que los Estados modernos nunca hayan intentado frenar el poder de oligopolios y monopolios tecnológicos. En 1982, la Administración Reagan cerró el caso contra la IBM abierto en 1968, sin resultados. En 2001, le tocó a Microsoft, por el dominio de Windows (90%) y su navegador asociado Explorer (gratuito). Hoy, el sistema operativo bajó su cuota de mercado a 30%, pero la compañía se reinventó con la nube y sigue entre las top en cotización bursátil.

El británico Tim Berners-Lee, considerado uno de los “padres de la web” en 1989, lleva tiempo buscando normas técnicas que hagan de Internet una herramienta igualitaria de conexión e intercambio de información. Hoy, Berners-Lee propone empoderar a los usuarios a través de “pods”, almacenes personales de datos (los personales y el historial de navegación y compras): que cada ciudadano controle sus datos y las empresas puedan acceder con permiso, pero no almacenarla.

Mientras madura esa idea, los Estados buscan respuesta para resguardar tanto el funcionamiento de sus economías como la seguridad propia y de sus ciudadanos. Desde Estados Unidos a China, pasando por la UE, todos toman sus medidas, algunas inmediatas, como la “tasa Google”, y otras de más largo aliento.

Recientemente, como parte de su ofensiva para controlar a sus big tech, China multó a plataformas de comercio electrónico, entre ellas Alibaba, fundada por el conocido empresario Jack Ma, por fijar precios abusivos. Beijing también frustró la salida a bolsa del Grupo Ant, la fintech de Alibaba, investigada por prácticas monopólicas, después de que Ma criticara el funcionamiento del sistema bancario chino.

La autoridad antimonopolio china, la Administración del Estado para la Regulación del Mercado, estableció también nuevas reglas para sus grandes plataformas digitales, que reúnen a más de mil millones de usuarios consumidores y que crecieron mucho absorbiendo pequeñas startups que podían competirle.

En el caso de Estados Unidos, ya durante la Administración Trump, se abrieron investigaciones en el Departamento de Justicia, en la Comisión Federal de Comercio (FTC) y en 46 estados contra Google y Facebook.

Sin embargo, lo más resonante fue el reciente informe del Subcomité Antimonopolio del Congreso sobre las GAFA (Google, Amazon, Facebook y Apple), tras un año y medio de investigación, revisar más de un millón de documentos y entrevistar a cientos de expertos y testigos, entre ellos CEOs de las empresas como Mark Zuckerberg, Jeff Bezos o Cook.

“La investigación de la competencia en los mercados digitales”, o House Antitrust Report, denuncia prácticas monopólicas y adquisiciones agresivas de pequeños competidores. Ante ello, plantea varias posibilidades para contener el avance de las big tech estadounidenses y, en especial, su política de fusiones (Facebook con Instagram o Google con Youtube) y acuerdos (Apple para incorporar el navegador de Google) para expandirse aún más, hasta el terreno de la inteligencia artificial.

Empresas que en su momento estaban comenzando y desafiaron al statu quo se han convertido en el tipo de monopolios que veíamos en la era de los barones del petróleo y los magnates del ferrocarril”, resumió el subcomité, liderado por demócratas.

La lista de recomendaciones del Subcomité bipartidista es larga: “separación estructural” de las big tech al estilo Baby Bells; regulación de las plataformas como si fueran servicios públicos; limitación de futuras fusiones entre mega empresas y bloqueo de negociaciones que dañen a los consumidores. El Subcomité reconoce que sus mecanismos se han vuelto obsoletos en esta época.

En una defensa casi geopolítica, las big tech argumentaron que desde su posición dominante sólo apoyaban a la economía estadounidense y que sin ellos serían los gigantes tecnológicos chinos los que se impondrían. En una demanda anti trust del Departamento de Justicia, Google ya había alegado que el problema era que no le surgían competidores: “La gente usa nuestro buscador porque lo elige, no porque es obligada o no puedan tener alternativas de búsqueda en Internet”.

 
Europa, entre dos fuegos

Por fin, la UE lanzó en diciembre dos proyectos de ley sobre mercados y servicios digitales “para poner orden en el caos”, según la Comisión Europea, preocupada no sólo por las prácticas monopólicas sino por la propagación de discursos de odio.

Los servicios digitales en el bloque deberían hacerse legalmente responsables por sus contenidos y de la moderación de sus discursos. También deberían asegurar transparencia respecto a los algoritmos utilizados para la distribución de anuncios, contenido personalizado y la extracción de datos de los usuarios (con un repositorio que almacene estos anuncios durante un año, y sus metadatos).

La UE propone clasificar las plataformas como “guardianes” (gatekeepers), capaces de eliminar competencia. Deberían someterse a normas específicas los buscadores, redes sociales e intermediarios digitales como plataformas de videoconferencia, computación en la nube o sistemas operativos virtuales.

Según los criterios del proyecto, entrarían en la lista de “guardianes” gigantes como Google (multada con más de 9 mil millones de euros en diez años), Amazon, Facebook, Apple y Microsoft, además de Booking, Alibaba, Byte Dance (TikTok), Snapchat y la firma de teléfonos móviles Samsung.

La estrategia europea de “soberanía digital” supone, obviamente, abrir camino a sus propias empresas frente a las estadounidenses y chinas. En la última década, el bloque generó 120 unicornios (tecnologicas de más de USD 1.000 millones).