Baires Para Todos

La nueva normalidad villera Por Lucas Schaerer

El Covid-19 desacomodó todo y a todos en la comunidad villera y los barrios populares. Desde la economía de sobrevivencia, a los negocios del delito, pasando por la vida social, la dinámica de estos espacios se tensa con la extensión de la cuarentena.

“Ahora los pobres pueden discriminar”. Esa mirada la desliza la coordinadora de un comedor comunitario de muchos años en la villa 21/24, que por estas horas se encuentra en un hotel aislada por contagio de coronavirus. El suyo y otros dos comedores de la villa están cerrados por la misma razón: unos 100 contagios por día en el barrio. El virus corre como el viento que sopla del Riachuelo. Aunque hoy el confinamiento no está igual que en su inicio, ya dejó una nueva normalidad.

La idea de que los pobres pueden discriminar a los ricos viene a cuenta de que el Covid-19 resulta un virus llegado de otros continentes. En marzo y abril, el coronavirus estaba televisado. China, Europa, EE.UU, y luego su ingreso a algunos barrios porteños. En los geriátricos se registraron contagios entre los trabajadores. Recién ahí empezó el coronavirus a moverse y llegó a los pasillos de las villas, aunque no con masividad.

Las restricciones, al principio, eran casi totales en las villas. Fue un inédito ahogo social y económico que no había logrado ninguna crisis económica o política. Al punto que los curas villeros tuvieron que encender las alarmas en el Estado y proponer el desembarco del Ejército para auxiliarlos en la asistencia alimentaria.

Este cronista recorrió el partido de Moreno, Puerta de Hierro en La Matanza, Cárcova en San Martín, y hasta la más populosa barriada de la Ciudad de Buenos Aires: el Barrio Ricciardelli (por el primer cura villero que vivió 40 años allí) más conocido como 1-11-14, y que junto a los barrios Illia, Rivadavia I y II y Charrúa suman más de 120 mil personas.

Uno de los miembros de la Fundación Isla Maciel, que no es propiamente una isla, frente al barrio de La Boca al otro lado del Riachuelo, contó que tiempo atrás tuvieron que abrir un depósito de mercaderías a los vecinos que se habían reunido con intenciones de obtener comida por la fuerza. Mientras que en Moreno, en la primera reunión del Comité de Crisis, se habló del “peligro de entregar mercadería”, y de que era preferible -para evitar saqueos- entregar comida ya cocinada y en distintos puntos.

La pandemia deja muchas cosas expuestas, entre ellas que los villeros no ocupan cargos con poder de decisión en las estructuras del Estado.

Se nota más porque en el inicio del aislamiento no se había reforzado a los comedores con más alimentos, barbijos, guantes de látex o máscaras para las mujeres que bancan merenderos y se ponen en riesgo de contagio sin si quiera contar con un sueldo. Tampoco se habían entregado alcohol en gel, lavandina, detergente y más garrafas para alimentar a los miles de nuevos desocupados forzados de la cuarentena.

Fue más rápido concretar la foto y las conferencias de oficialistas y opositores a que esa unidad mediática se efectivizara en acciones concretas para los comedores o centros de salud villeros.

La economía comunitaria llegó casi al punto de la extinción: desde las obras de construcción, el empleo doméstico, las costureras, casi totalmente paralizadas, hasta las restricciones para los boliches, bailantes y partidos de fútbol. Inclusive el menudeo de drogas que abunda en estos espacios.

Tampoco existe espacio para el desguace de autos. La “economía delictiva” cayó a niveles nunca vistos hacia afuera de la villa.

La microeconomía interna tampoco se autorizó en la primera etapa de la cuarentena: remises, venta de café, factura, chipá, las obras de refacción interiores, todo fue paralizado.

En la segunda fase de la cuarentena estas actividades retomaron pero con horarios acotados, y el nuevo confinamiento del 1 al 17 de julio, no pudo volver a la primera fase. Ya no existe posibilidad de retorno al ahogo del bolsillo de la primera etapa. Se combinan varias razones, entre ellas, fuerzas de seguridad relajadas y los permisos falsificados o con pequeños engaños que circulan por todos lados.

En la villa del Bajo Flores, los gendarmes equipados para la guerra, un total de 800 desplegados en cuatro turnos por día, parecen muchas veces ajenos a la circulación de los autos de lujo de los transas. Tampoco se frenaron las ferias de venta en la llamada avenida San Juan, una calle más ancha que un pasillo angosto, ni el cierre de comercios.

La red de comedores para alimentar a los desocupados forzosos se logra entre las organizaciones sociales, políticas, sindicales, parroquias y hasta vecinos de pequeños comercios. La solidaridad crece como los contagios.

También la desinfección de los pasillos. En algunos de ellos hasta se armaron carpas de esterilización en los ingresos. Los bomberos voluntarios instalados en la villa del Bajo Flores arriman comida a las casas de los contagiados de Covid y organizan las colas del comedor o de la ANSES.

“Estamos donde nadie quiere estar haciendo lo que nadie quiere hacer”, tienen como lema los bomberos voluntarios del Cuartel San José de Flores, frase que repite Javier Páez, jefe de bomberos con 30 años de experiencia y quien fundó, junto al cura Juan Isasmendi, el cuartel instalado en dos contenedores en desuso del gobierno porteño.

Javier y el cura Juan notaron al inicio de la cuarentena que el traslado de contagiados al Hospital Piñeiro, a unas cinco cuadras de la villa, desparramaba más el coronavirus. Unos 60 días tardaron los funcionarios en escucharlos, para luego instalar los controles sanitarios bajo las tribunas de la platea sur de los cuervos. Pero el virus ya se había desparramado llevando a Flores al primer lugar del ranking del covid-19.

En el norte porteño

En la otra punta de la Ciudad, en la Villa 31, se venía denunciando falta de agua. La existencia de Covid 19 se instaló en los medios con fuerza a partir de la muerte de Ramona Medina y duró hasta que se produjo el desembarco del Detectar. Tiempo después volvió como noticia, aunque sin la misma intensidad, cuando se enfermaron de coronavirus leve dos sacerdotes de la legendaria parroquia Cristo Obrero.

Una tarde, este cronista se cruzó con monseñor Gustavo Carrara en la 31 atendiendo a los vecinos, que en menos de diez minutos le pidieron lavandina y hasta un bastón para una abuelita casi ciega. En la Villa 31 no se ve ausencia del Estado.

Allí, bajo la autopista, está instalada una mini comisaría integrada por unos 80 efectivos. Además se peatonalizaron varias calles, la más vistosa y ancha está al costado de la terminal de ómnibus.

Hoy es una villa repleta de comercios, todos activos y de los más variados incluyendo ópticas, centros de salud, y vacías canchas de fútbol con pasto sintético. Se ven voluntarios de Cruz Roja tomando temperatura e informando de medidas de higiene, personal de Cascos Blancos de Cancillería, un pequeño cuartel de rescatistas para incendios o accidentes, y desplegadas por varias calles, las carpas con controles de temperatura. Es la villa que por un tiempo acumuló más contagios de Covid – aunque más pequeña y urbanizada si se la compara con la 1-11-14 o la 21/24-, separada por las vías del tren y avenida Libertador del barrio de Recoleta donde miles de mujeres trabajaron como empleadas domésticas pese a la prohibición.

En el oeste del conurbano profundo, Moreno fue el primer municipio con contagios que provocaron escándalos mediáticos, porque un joven que había viajado del exterior participó de una fiesta y contagió a unas 30 personas. Un hombre mayor falleció. El director del único hospital público de Moreno, Emmanuel Álvarez, un joven de 32 años miembro de la organización La Dignidad, cuenta que en el Hospital recibieron a los contagiados de la fiesta. En su momento atendió a los móviles de los noticieros, pero ninguno de estos periodistas quiso conocer cómo reacondicionaron junto con las médicas y enfermeras toda un aérea para atender casos de coronavirus. El ingreso al Hospital, en plena obra de ampliación, es una sola puerta donde siempre atienden dos empleados de seguridad. Muy pocas personas se acercan, el clima es de tensión, todos se miran  como si el otro fuera el virus fatal. Ema, como lo llaman al director del nosocomio, cuenta que hoy la inversión no es el problema sino la ausencia de profesionales que acepten trabajar en una localidad con altos niveles de desocupación que va nutriendo en paralelo la economía del crimen.

Cáritas local, bajo la tutela del obispo Fernado Maletti, atendió en la primera etapa de la cuarentena a 100 mil personas. La Iglesia en formato hospital de campaña se articuló con parroquias, no sólo de villas. En un principio fueron nueve ollas populares, luego 40 hasta llegar hoy a 60. El primer mes asistieron 100 mil personas, pero luego se triplicó la demanda.

Al igual que a los laicos y consagrados que sostienen la asistencia en otras villas, el cansancio los desborda. La presión de contagiarse, y la demanda que no para. Muchos se dedicaban en la anterior “normalidad” a dar catequesis, clases de apoyo escolar, o la liturgia, pero tuvieron que volcarse a la asistencia alimentaria. A ellos se les sumaron los clubes barriales, la militancia política y sindical, reforzados en algunos barrios con el Ejército, porque no alcanzaba.

“El shopping del paco”. Así bautizaron los noticieros de televisión hace cuatro años a Puerta de Hierro. El rating subía cuando mostraban cómo del tren bajaban en la estación Villegas decenas de consumidores de drogas.

El Tano Nicolás Angellotti, otro de los curas e hijos espirituales de Jorge Mario Bergoglio, junto con un equipo de laicos, hoy conocidos como Grupo Luján, transformó Puerta de Hierro. El primer logro fue una capilla en una casa donde producían paco. Luego vendría el primer centro de salud y todo alrededor se convirtió en una plaza con juegos, un comedor, una parroquia.

Mientras conversamos con Lalo, un joven laico con trabajo bajo convenio, aparece el «loco cadena». Nada de tensión ni problemas, hasta los más picantes están a disposición en tiempos de pandemia. El corazón de la asistencia en Puerta de Hierro es el Polideportivo San José, justo frente a la estación de tren Villegas, donde para la cuarentena se instalaron decenas de camas. En la parte de atrás, en los quinchos, está la cocina de campaña del Ejército donde se preparan los alimentos y de la que se sale al resto de las barriadas a repartir comida para más de mil personas por tanda.

«Ver llorar a los pibes porque en el comedor no alcanzó la comida te parte». Cuenta un calavera de la villa 21/24 quien con un grupo de amigos “manguean” a vecinos, comerciantes y amigos delegados sindicales para armar una olla popular los fines de semana al mediodía. Ellos están saliendo del aislamiento porque una de las mujeres cocineras se contagió  y los siete que bancan la olla tuvieron que aislarse dos semanas. Igual surgen otros vecinos con ollas para los sábados y domingos cuando los comedores de las organizaciones sociales no abren sus puertas.

Quienes arman ollas populares son vecinos de a pie que ahora están mejor y tienden una mano dando de comer en su zona, y hasta poniendo a disposición sus autos. Una noche acompañé a un delegado del sindicato de la UOM que junto a su familia pusieron un merendero y dos veces a la semana arman una olla móvil que ponen en el asiento del acompañante para alimentar a los parias de la villa, los que sobreviven en las ranchadas de avenida Alcorta, en Zabaleta, muy cerca de la cancha de Huracán y de un complejo de 4 mil viviendas muy bien equipadas pero deshabitadas.

Las organizaciones populares destinan a sus militantes de lunes a viernes en la desinfección por el ingreso y egreso de autos, con promotores de salud haciendo los relevamientos por Covid, que antes hacían por dengue.

El abandono en tiempos de pandemia parece no revertirse. Así lo cuenta Eva Alarcón, coordinadora del comedor Padre Daniel De La Sierra, sin padrinazgo político, con 20 años en la villa 21/24, quien muestra el remito con los productos que envía Grupos Comunitarios del Ministerio de Desarrollo Humano y Hábitat porteño. Para preparar de lunes a viernes durante 15 días 560 viandas de comida deben alcanzarle bien 5 litros de detergente, 5 litros de lavandina y dos jabones blancos. Luego deben lidiar con los cortes de luz, y la falta de garrafas para cocinar. El agua potable aparece en bidones, y hasta en sachet de un litro, como entrega la ONU en países de extrema pobreza, como Haití.

Con todas estas dificultades debe lidiar la Red de Comedores y Merenderos que alcanza un total de 54, no tan financiados como Alfarero y Cambalache, cuyas titulares son delegadas ante el Gobierno porteño.

Ahora la pelea que se viene en la nueva normalidad es el wifi. El acceso a internet para las familias es vital. En los comedores no existe conexión con ayuda del Estado pensada para los chicos que no volvieron a la escuela. El wifi permite las clases virtuales, las comunicaciones y el entretenimiento.

A 100 días de confinamiento bajó la circulación de drogas en todas las villas, aunque ya hace semanas los transas volvieron con fuerza con el delivery y un aumento de precios por los riesgos. El robo a mano armada hacia afuera de las villas declinó, y en contraposición, al interior creció el “rateo”. Es una olla a presión sin muchas válvulas de escape. En la villa 21, entre otras víctimas del delito comunitario se cuentan el propio vicario de la parroquia Caacupé, Ramiro Terrones, que entregó su celular en la puerta de la Iglesia, y un prefecto que, confiado en su uniforme, no se percató de la habilidad de los pibes en moto para quitarle su Iphone.

Al pánico del contagio se suma el terror del robo. El miedo, el cansancio y el ahogo económico son la nueva normalidad villera.