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¿Está mal ser traidor?: la inquietante pregunta que deja el salto de Pichetto

Por estos días, la ex presidenta Cristina Kirchner ha empezado a recorrer el país para promover Sinceramente, su exitoso libro de reflexiones y memorias, y de paso impulsar la fórmula presidencial que integra. En cada lugar, algunas miles de personas agitan el volumen azul a su paso, la escuchan con lágrimas en los ojos, levantan los dedos en ve, le arrojan besos desde lejos. Es más que amor, adhesión o simpatía: esas ceremonias tienen algo de devoción y misticismo. Seguramente, para la inmensa mayoría de las personas que participan de esos eventos, Miguel Ángel Pichetto sea un traidor. Tiene su lógica. Entre otras razones, porque el propio Pichetto lo admite sin problemas. “La traición, en política, es mirar para adelante”, ha dicho.

La diferencia radica en la valoración que unos y otros realizan del acto de traicionar: ¿está mal ser traidor? Para Pichetto un traidor es alguien que hace algo correcto. Para los fieles de Cristina, o de cualquier causa, traicionar es un acto abyecto y despreciable. Un traidor es un apestoso. Un Judas.

Ojalá las cosas fueran tan sencillas como las perciben los fieles cristinistas, o de cualquier causa. Porque, si se mira bien, incluso ellos ya han aprendido a ser bastante flexibles con los traidores. Hace pocos días, por ejemplo, consideraban que Sergio Massa era un traidor. Seguramente se acordarán. O que Alberto Fernández era un soldado de Clarín. O que Moyano, o que Diego Bossio, o que Insaurralde. Sin embargo, ahí están dispuestos a votarlos como si haber sido traidor no fuera tan grave. Entonces, ¿está mal ser traidor?, ¿está bien?, ¿esa valoración depende de si la traición aleja al traidor o lo alinea?

La forma de saldar ese problema, para los fieles, es fácil: apelan al principio de autoridad. Es traidor aquel que la Jefa, o quien ocupe un lugar así, señala como traidor y deja de serlo en el mismísimo momento en que la Jefa también lo decide. Algo así pasaba hace unos años con la calificación de “cómplice de la dictadura”: no dependía de lo que hubiera hecho el acusado en los setenta, sino de su posicionamiento respecto de un Gobierno que decidía, con independencia de aquellos hechos, quién había sido cómplice y quién no.

En política, sin embargo, la dinámica de la traición y la lealtad obedece a cuestiones mucho más complicadas.

Existe un ejemplo fantástico para entender el dilema que encierran. El 17 de julio de 2008 fue un día dramático para la democracia argentina. El Senado debía votar a favor o en contra de la célebre resolución 125, que desde entonces dividiría tanto al país. La votación había terminado empatada en 36 votos. Debía desempatar el vicepresidente Julio Cobos. Como se sabe, Cobos estaba tironeado por dos valores distintos: ser leal a su posición contraria a la 125 o a la presidenta del gobierno que integraba, traicionarse o traicionar a la Presidenta. En una u otra decisión sería al mismo tiempo leal y traidor a algo. Cuando tomó el micrófono, dudó, titubeó, balbuceó algunas palabras inconexas, como lo hacen los traidores, y rogó que le concedieran un cuarto intermedio, un espacio para negociar. El jefe del bloque kirchnerista era Miguel Ángel Pichetto. Su frase fue terrible: “Como les dijo Jesús a sus discípulos, lo que tenga que hacer, hágalo rápido”. Jesús, en realidad, le había dicho eso a Judas. Pichetto, el traidor de ahora, en ese momento era leal. Cobos era traidor: Judas. Un apestoso.

Años después, todos los actores reconocieron que la 125 fue un grave error. Cristina Kirchner, por ejemplo, en el 2015, lo acusó a Martín Lousteau: “Fue el que nos hizo mal los números de la 125”. Entonces, ¿quién fue el leal y quién fue el traidor? ¿Los que obedecían y militaban una decisión incorrecta eran leales a un gobierno o lo traicionaban, aun sin saberlo? ¿La desobediencia a un jefe que se equivoca es un acto de traición o de lealtad? ¿Era traidor Cobos al desobedecer pero votar correctamente, o era traidor Pichetto, al acusar al otro de ser Judas y votar de manera errada por obediencia? En un régimen militarizado la respuesta es clara: ser leal es ser obediente. ¿Y en democracia?

Pichetto no es el único que le da una connotación positiva al acto de traicionar. En el año 2005, Néstor y Cristina Kirchner decidieron enfrentar a Eduardo Duhalde, sin el cual nunca hubiera llegado a la presidencia. En ese sentido, era una clara traición. Esa deslealtad era más dramática en algunos casos, como el de Aníbal Fernández, que le debía a Duhalde, entre otros gestos, su rehabilitación luego del sonado episodio de la fuga en un baúl. Una vez que Duhalde fue vencido, se produjo una deserción en masa de duhaldistas hacia el kircherismo. Por esos días, el experimentado Antonio Cafiero hizo un notable aporte; recomendó la lectura de un hermoso librito. Se llama Elogio de la traición y fue escrito por los franceses Denis Jeambar e Yves Roucaute.

Tal vez ayude recordar algunos de sus párrafos: “No traicionar es perecer: es desconocer el tiempo, los espasmos de la sociedad, las mutaciones de la historia. La traición, expresión superior del pragmatismo, se aloja en el centro mismo de nuestros modernos mecanismos republicanos. El método democrático, adoptado por las repúblicas, exige la adaptación constante de la política a la voluntad del pueblo, a las fuerzas subterráneas o expresas de la sociedad… El déspota, hijo de la traición, aterrado por las conmociones de la vida, se apresura a proscribirla y, con ella, a todo el movimiento de la libertad”.

“La traición es la expresión política —en el marco de las normas que se da la democracia— de la flexibilidad, la adaptabilidad, el antidogmatismo; su objetivo es mantener los cimientos de la sociedad. En los antípodas del despotismo, la traición es, pues, una idea permanente que, a diferencia de la cobardía, evita las rupturas y las fracturas y permite garantizar la continuidad de las comunidades democráticas al flexibilizar en la práctica los principios preconizados en la teoría”.

“Cómo pasar por alto, por ejemplo, que gracias a ella (la traición) España pudo avanzar hacia la democracia. Sucesor del todopoderoso Caudillo —muerto a los ochenta y dos años, después de treinta y nueve de ejercicio absoluto del poder—, Juan Carlos se convirtió en el fundador incuestionado de la democracia. Ningún destino puede ser más asombroso que el de este hombre educado para asegurar la continuidad del franquismo y que, apenas accede al poder, lo arroja por la borda”.

Cristina, Pichetto, Alberto, Néstor, Viki, Pino, Patricia, Felipe, Emilio, Sergio, Juan Manuel, Lilita, el Chino, Hugo, entre tantos otros, podrían ser calificados, desde una mentalidad esquemática, como traidores a una idea, a una facción, a alguien que los ayudó en su carrera. Y todos podrían argumentar, como en Elogio de la Traición: “No traicionar es perecer”.

Lamentablemente, las cosas tampoco son tan sencillas. Porque si un político puede cambiar tanto, finalmente, su palabra deja de valer. Quien traiciona una vez suele traicionar cien veces. En el caso de Pichetto, por ejemplo: si el kirchnerismo expresaba todo aquello que él combate, ¿cómo fue que cumplió órdenes horribles, que llevaban al país “camino a Venezuela”, durante tantos años? En el caso de Cristina: si un amigo de Clarín era despreciable, abyecto, miserable, ¿cómo es que ahora lo quiere hacer presidente? En el caso de Macri: si el kirchnerismo es una banda de ladrones, ¿cómo es que elige como su vicepresidente a uno de sus miembros más destacados? En el caso de Alberto: si Cristina era una psicópata, ¿cómo es que la acepta como compañera de fórmula?

No traicionar es perecer. La democracia necesita de la traición. ¿Pero tanta?

Esta historia tiene una moraleja profunda, como en las viejas fábulas de Esopo. Pero las moralejas obedecen a una ley sencilla: si se desprenden del texto, son redundantes; y si no se desprenden de él, simplemente no son moralejas. Por lo pronto, la Argentina debe ser de los pocos países del mundo donde se celebra e0l Día de la Lealtad. Y donde, al mismo tiempo, como si una cosa sirviera para disimular la otra, se traiciona en cadena.

En esto, también, somos tan encantadores.