Baires Para Todos

Elogio de la hipocresía

No decir siempre la verdad ayuda en política exterior, pero ¿cuál es la verdad de Todos? Nicaragua y el destino de pasar la gorra. El “síndrome de Orteguita”.

Hay palabras que gozan de un prestigio inmerecido, mientras que otras sufren un desprecio injusto. “Sinceridad” figura entre las primeras e “hipocresía”, entre las segundas. Antes de sucumbir al enojo por semejante definición, conviene reparar en que todo depende del contexto: si de relaciones internacionales se trata, airear todo lo que se piensa sobre la contraparte puede llevar al aislamiento o incluso a la guerra; en cambio, hacer la vista gorda sobre ciertas imperfecciones ajenas puede conducir a una relación beneficiosa. Lo curioso de la política exterior del gobierno del Frente de Todos es que no se guía por el principio audaz de la franqueza ni por el pragmático de las dobleces. Cada una de sus decisiones es producto de una alquimia curiosa, que emana de un entramado de necesidades económicas y esfuerzos por mantener en equilibrio a socios difíciles de compatibilizar. Menudo problema.

El gobierno de Alberto Fernández suele asegurar que la defensa de los derechos humanos es el eje de su política internacional. Sin embargo, si así fuera, no podría dejar de denunciar el acoso a la oposición, las sospechas de envenenamiento de referentes críticos, las alegaciones sobre interferencias electrónicas y manipulación electoral en países occidentales, la homofobia y el aplastamiento de movimientos separatistas tantas veces atribuidos a Rusia. Asimismo, debería tomar la bandera contra la represión de toda disidencia, la censura de prensa, el desconocimiento del acuerdo que le devolvió el enclave de Hong Kong y la represión de minorías como la uigur y la tibetana por parte de China. Si a eso se sumaran las heridas que no cierran por la ocupación británica de las Malvinas, la Argentina no tendría hoy ni una dosis de vacuna para el covid-19.

En lo que respecta a la región, la cuestión se hace todavía más espinosa, porque ciertos temas tocan nervios sensibles en la alianza oficialista. Para peor, el declamado principio de la defensa de los derechos humanos suele colisionar con otro, también defendido por el Gobierno y parte central del acervo diplomático argentino: el de no injerencia. Mucho de eso se vio en los últimos días, cuando el país se abstuvo de condenar las violaciones de los derechos humanos y de la legitimidad electoral perpetradas en Nicaragua por el régimen de Daniel Ortega.

“Las relaciones exteriores están en manos del canciller (Felipe Solá), lógicamente, pero el Presidente, que es el que en definitiva la comanda, puede realizar declaraciones de tipo político que se vinculan con su pensamiento personal y su forma de ser”, le dijo a Letra P una fuente oficial conocedora del proceso de toma de decisiones en materia diplomática. La impronta de Fernández originó recientemente gaffes que da pudor recordar.

En ese contexto, la diplomacia nacional hace malabares. La última abstención en la OEA evitó la condena al sandinismo en base al principio de no injerencia. Un comunicado elaborado en conjunto con México recoge la “preocupación” de ambos países “por los acontecimientos ocurridos recientemente en Nicaragua (…), especialmente por la detención de figuras políticas de la oposición, cuya revisión contribuiría a que el proceso electoral recibiera el reconocimiento y el acompañamiento internacional apropiados”. Sin embargo, continúa, “no estamos de acuerdo con los países que, lejos de apoyar el normal desarrollo de las instituciones democráticas, dejan de lado el principio de no intervención en asuntos internos, tan caro a nuestra historia. Tampoco con la pretensión de imponer pautas desde afuera o de prejuzgar indebidamente el desarrollo de procesos electorales”.

¿Será que, sin que nadie lo haya anunciado, el principio de no injerencia vale más para el Gobierno que el de defensa de los derechos humanos? No parece, ya que el Presidente no se privó el mes pasado de manifestar en Twitter su “preocupación” por “la represión desatada ante las protestas sociales ocurridas en Colombia” y por “la singular violencia institucional que se ha ejercido”, gesto calificado por Bogotá como una “intromisión arbitraria”.

En la misma línea, más recientemente Fernández saludó como presidente electo de Perú a Pedro Castillo a pesar de que las autoridades electorales de ese país no habían completado todavía el escrutinio.

“El Presidente habló como parte de un acuerdo con Lula (da Silva) y con (el manadatario boliviano) Luis Arce para evitar que se declarara la nulidad de las elecciones y se le robara el triunfo a Castillo”, le explicó la fuente mencionada a este medio. En ese caso, el pragmatismo se impuso al dogma diplomático. Se trató, en todo caso, de un entendible baño de realidad, pero esto lleva a preguntarse por la utilidad de declamar grandes principios rectores –los derechos humanos– que terminan primero abortados en nombre de otro –la no injerencia–, para que, al final, nada de eso importe.

El conflicto nicaragüense ilumina los cardos en los que se enreda los pies el Frente de Todos. Argentina votó afirmativamente en marzo último la resolución 46/L.8 del Consejo de Derechos Humanos de la ONU, que, entre otras consideraciones, expresó “gran preocupación” por “las continuas denuncias de violaciones y conculcaciones de los derechos humanos” y por “la falta de avances del Gobierno de Nicaragua en la realización de reformas electorales e institucionales destinadas a garantizar unas elecciones libres, justas y transparentes”, por lo que reclamó a ese país garantías en ambos frentes.

Así las cosas, en apenas tres meses la Argentina votó en la ONU algo similar a lo que, en virtud del principio de no injerencia, se privó de hacer en la OEA. La diferencia está dada en buena medida por la opinión contrastante que el Gobierno tiene sobre la labor de Michelle Bachelet en la primera y sobre la de Luis Almagro en la segunda. Todo lo que es respeto con la chilena es rechazo con el uruguayo, algo que, hay que reconocer, este se ha ganado a pulso actuando más como embajador de Estados Unidos que como secretario general del foro interamericano. Eso lo ha llevado, entre otras cosas, a ser punta de lanza del último golpe de Estado en Bolivia y le ha valido incluso la expulsión del Frente Amplio, del cual fue canciller con José Mujica entre 2010 y 2015.

Cuestiones personales aparte, el Gobierno rechaza –no sin justificación, dados los antecedentes– que Almagro se arrogue el derecho de delinear las reglas electorales en el hemisferio. Sin embargo, ¿se justifica que por eso vote con un criterio en una organización y con uno diferente en otra? El país sufre lo que la alta academia de las relaciones internacionales llama “síndrome de Orteguita”, esto es, el despiste que provoca un gobierno que amaga y amaga sin decidirse nunca a tirar el centro.

Ese rumbo errático hace más ruido toda vez que el Frente de Todos había decidido, antes de llegar al poder, que enfocaría todos los cañones diplomáticos hacia el objetivo de renegociar los diferentes tramos de la deuda que Macri nos legó, lo que imponía armonía con los Estados Unidos. Como se sabe, el tramo privado se arregló en tiempos de Donald Trump, mientras que el institucional sigue pendiente ya con Joe Biden en la Casa Blanca. Merced a esos vaivenes, en la última semana la abstención en la OEA coincidió con la reunión virtual que el ministro de Economía, Martín Guzmán, mantuvo con el número dos del Tesoro norteamericano, Wally Adeyemo, destinada a pedir apoyo para patear para el futuro los compromisos con el Fondo Monetario Internacional (FMI) y con el Club de París. Claridad se busca.

Si de amagues infinitos se trata, el caso de Venezuela suma también al argumento. Reiterando el patrón, lo que un día fue abstención en la votación de la OEA sobre la falta de garantías que rodeó los comicios parlamentarios de diciembre pronto mutó en un voto adverso al chavismo en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU. Encima, hace poco Fernández realizó un nuevo giro al hablar, sin que se sepa en qué datos se basó, de una mejoría en la situación de las libertades públicas bajo el régimen de Nicolás Maduro.

La cuestión venezolana es un cable pelado para la alianza de gobierno. “Si Cristina (Kirchner) fuera la presidenta, tal vez Argentina siempre votaría con el chavismo y, si lo fuera Sergio (Massa), lo haría en contra”, especuló la fuente.

“Las decisiones sensibles de política exterior se concilian entre los principales referentes del peronismo. Felipe (Solá) habla con el Presidente, que es quien tiene la sintonía fina de los posicionamientos”, añadió. Esa paritaria continua, que no es privativa de la economía, surge de la propia naturaleza de Todos.

Por ejemplo, Massa coordinó con el canciller los ejes de su visita a Estados Unidos, de modo de aprovechar mejor su buena llegada en ese país. En su línea, matizó esta semana la abstención de la polémica al señalar durante una reunión en el think tank de Washington Inter-American Dialogue que “ni en Nicaragua ni en ningún país de la región podemos tolerar presos políticos”. Si es así, que avise en Buenos Aires.

Ahora bien, ¿dichos como los de Massa son efectivos para calmar ansiedades en Estados Unidos o, por el contrario, subrayan la impresión de que la política exterior del Gobierno es errática?

La voluntad de vencer a Mauricio Macri en 2019 y de hacerle frente a la pandemia el año pasado apenas maquilló las diferencias profundas que cruzan al Frente de Todos. Proyectarlas al exterior no es el mejor modo de servir al interés nacional en una materia en la que tantas veces, si la fuerza propia no da para defender principios de acero, es mejor callar lo que se piensa.

Por Marcelo Falak – Letra P