Baires Para Todos

El tercer kirchnerismo

Alberto Fernández demostró en su discurso inaugural cuál es su marco de referencia. De Raúl Alfonsín Néstor Kirchner sin pasar por la presidenta Cristina. En su mensaje ante la Asamblea Legislativa, mencionó dos veces -al comienzo y al final- al radical que ganó en 1983, otras dos veces al santacruceño y cerró su intervención con un agradecimiento especial al político que lo llevó a lo más alto del poder. A la vicepresidenta, su amiga recuperada y gran electora, la destacó por su “visión estratégica” y su “generosidad”; no por esa gestión, de la que se alejó en medio de diferencias que se prolongaron durante una década.

El Presidente inicia un período de gobierno en el que está obligado a sostener la arquitectura de la alianza difícil que logró conformar a partir del dedazo de Cristina. En ese equilibrio de poder, pese al clamor del Círculo Rojo, la primera asignatura es la de preservar la sociedad con su compañera de fórmula y cuidar el reparto de acciones y roles. La identidad del sucesor de Mauricio Macri no puede jamás edificarse a partir del choque con su socia y la autonomía que le reclaman sólo es viable si se para por encima de los conflictos y no queda enredado en una confrontación interna.

Fernández no deja pasar la oportunidad de recordarlo: nació a la política grande de la mano de Kirchner. Gracias a él, experimentó el vértigo y la potencia de la política. En esos años, moldeó su forma de ejercitar el poder.

El ex jefe Gabinete convocó a todo el peronismo para constituir un frente lo más amplio posible, pero su rol de conciliación no quiere decir que se trate de un actor neutral. No es un cuerpo extraño al proyecto que nació del Grupo Calafate, ni un punto equidistante en el que lograron confluir todas las vertientes del ancho pejotismo. Sin desconocer su pasado como funcionario de Domingo Cavallo ni su papel al lado de Eduardo Duhalde, Fernández no deja pasar la oportunidad de recordarlo: nació a la política grande de la mano de Kirchner. Gracias a él, experimentó el vértigo y la potencia de la política. En esos años, moldeó su forma de ejercitar el poder. Aquel primer Kirchner, el que renovó la Corte, pagó la deuda por anticipado y pretendió inaugurar una nueva era, es el que Fernández reivindica y busca emular en un contexto más complicado. Con la soja más barata y un default que no está atrás sino adelante.

Que haya sido un crítico implacable de CFK durante sus años de gobierno no implica que el Presidente pueda forjar en la Casa Rosada una identidad que nada tenga que ver con el kirchnerismo. Sobran las evidencias. Cristina no sólo es su gran electora, su vicepresidenta y la jefa del Senado: además, es la garantía de un respaldo social del que Fernández no puede prescindir. Máximo Kirchner no es apenas el jefe del bloque de diputados oficialistas y el hijo del matrimonio con el que el ahora presidente tomaba las decisiones: también es uno de los vectores fundamentales en la nueva mesa del poder. El otro es Axel Kicillof, el gobernador más importante del país en la provincia más difícil, donde el cristinismo edificó un bastión inexpugnable, que es la base de su fortaleza.

En sus tiempos de esplendor, donde se creían eternos, Néstor y Cristina habían imaginado un mecanismo para alternarse en el gobierno de manera indefinida, pero no habían pensado en una herencia que los trascendiera. Con la muerte del ex presidente, su sucesora enfrentó esa dificultad en dos oportunidades. Primero en 2011, con un resultado favorable y apabullante, producto de circunstancias irrepetibles; después en 2015, con una derrota ajustada que se reveló mucho más grave -para ella y para el conjunto social- de lo que CFK había previsto. Más allá de los ciclos económicos, que condicionaron al gobierno del ex Frente para la Victoria, desde el punto de vista político hubo dos kirchnerismos: uno con Kirchner vivo y otro con Cristina sola. A la vuelta de los años, cansado de acumular frustraciones detrás de candidatos más o menos inviables, Fernández termina ahora como el heredero de ese proceso inconcluso que Daniel Scioli -producto de otra cultura política- estaba incapacitado para continuar.

Fernández se propone reescribir en el poder la historia del kirchnerismo. Su memoria más fértil, su repertorio de virtudes y gran parte de sus colaboradores remiten a los años del nestorismo.

Militante de la Capital, el Presidente que acaba de asumir no calza con facilidad en el rótulo impreciso del quinto peronismo. No tiene para reivindicar demasiado de los años menemistas ni puede mirarse en el espejo del bombero Duhalde, cuyo interregno se agradece, pero nadie quiere reeditar. No sólo apunta a la epopeya de sacar de la pobreza al 40% de la población, resolver el drama de la deuda y sacar a la economía de una década de “estancamiento” y “caída libre”, según los términos que eligió para definir a los años de Cristina y Macri durante su discurso. Además, se propone reescribir en el poder la historia del kirchnerismo. Su memoria más fértil, su repertorio de virtudes y gran parte de sus colaboradores remiten a los años del nestorismo. Sin embargo, el fernandizmo, como fase superior del cristinismo, no puede implicar una mera continuidad sino una síntesis superadora, como la definen al lado del Presidente.

POST CFK. Fernández abandonó a Cristina y traicionó su promesa de ser su jefe de Gabinete en medio del conflicto intenso con el campo. Justo ahí, cuando el profesor de Derecho Penal de la UBA se recluyó en el sector privado, se edificó el kirchnerismo de La Cámpora, nacieron nuevas generaciones de militantes a la política y el cristinismo inició su faceta más taquillera en el reino de lo simbólico. La batalla cultural, tan eficaz para cosechar adhesiones, se confirmó estéril para producir cambios irreversibles y terminó en un empate desgastante que Fernández se dedicó a criticar y hoy pretende dejar atrás.

Alejado de una polarización que en 2015 y 2019 le dio la ventaja al opositor de turno, al Presidente que llega le tocan batallas más urgentes y más concretas, propósitos ambiciosos como el de desactivar la instalación que une a los servicios de inteligencia con los tribunales federales y los medios de comunicación, siempre con el beneplácito -temerario- de los inquilinos de turno de la Casa Rosada. Es un terreno pantanoso donde también se libra la disputa despiadada entre facciones de poder. Pero también objetivos esenciales que afectan al conjunto de la sociedad, como el de poner en marcha la economía de la estanflación, volver a crear empleo y mitigar el impacto de una desigualdad creciente.

Nada de eso será sencillo si no se afectan los intereses de los grandes ganadores de la era Cambiemos, beneficiarios de un plan económico que dejó un océano de heridos. Nada de eso puede hacerse sin resolver la encrucijada de la deuda de manera “sustentable”, tal la apropiación que el heterodoxo Martín Guzmán hace de una palabra clave del diccionario de la ortodoxia. Fernández lo acepta ahora, finalmente, después de haber enunciado en la Fundación Mediterránea el canto de sirenas de la salida uruguaya, una propuesta idealista en la que nadie iba a salir herido.

El contrato social, el plan contra la pobreza y la meta del crecimiento económico dependerán de su plasticidad y la de sus ministros. Su manera de gobernar ya se intuye en algunos gestos, como ese viaje fuera de protocolo desde Puerto Madero al Congreso con el que hizo recordar al Kirchner que se cortó la frente en aquel lejano 25 de mayo de 2003. A diferencia de sus antecesores, el Presidente no quiere perderse entre los aplaudidores del Palacio y, como aquel Kirchner, busca seguir en contacto con la temperatura de la calle. Austeridad en los modos y austeridad también en la confrontación interna, porque el gobierno que amanece precisa de un respaldo social amplio para gobernar la emergencia, en una región convulsionada, con una oposición fuerte y una economía al borde del default. Si no se hubiera alejado durante diez años del séquito que rodeaba a CFK sin resolverle los problemas, no existiría siquiera margen de duda. Con Fernández, acaba de iniciarse el tercer kirchnerismo.

Por Diego Genoud – Letra P