Baires Para Todos

Del riesgo kuka al riesgo locura de Milei

Hay algo profundamente incómodo en ver a un presidente que se toma la libertad de jugar al “rockstar” en un contexto donde su espacio político cruje, la economía no mejora y llueven las denuncias de corrupción contra su entorno. 

La venta todos los días de centenas de millones de dólares para mantener el precio del techo de la banda plantea una discusión: ¿el problema es la política que está mal y afecta a la economía que está bien, o es que la economía está mal afectando política? ¿Es la percepción de que el Gobierno perderá las próximas elecciones que genera desconfianza en el sostenimiento de una economía virtuosa, hiriéndola? ¿O es que la economía no da demostraciones de ser virtuosa afectando negativamente la calidad de vida de los votantes entonces el gobierno perderá las elecciones? ¿Es el riesgo kuka, regreso del peronismo, o es la constatación de que el plan económico del Gobierno fracasó?

Pero a este dilema típico del huevo y la gallina o el efecto de retroalimentación que tienen causa y efecto en cualquier sistema, hay que agregar el otro factor del que vinimos ya hablando en anteriores columnas: el riesgo Javier Milei por su dogmatismo fanático, su falta de predisposición al consenso que precisa para gobernar.

Pero a partir del lunes con el acto del Movistar Arena donde Milei lució desconectado de la realidad para todos los analistas, incluso sus propios adherentes, se generó en agentes económicos otro riesgo, el riesgo a la locura de Milei.

Ayer en la cadena noticiosa norteamericana MSNBC en medio del debate del shutdown de la administración pública y porque Donald Trump sostiene que ni hay dinero para determinadas partidas del presupuesto, pero hay 20 mil millones de dólares para rescatar Argentina, se mostraba el posteo de un farmer que incluía parte del video del show de Milei diciendo: “¿Este hombre nos pagará el préstamo que le daremos?”. Los diarios económicos y agencias noticiosas comienzan a transmitir preocupación por cómo el carácter del Presidente puede afectar las expectativas de la marcha de la economía argentina.

Analicemos el digesto que se produjo de ese acto del lunes cuando ya pasaron los días de producido. Cuando se analiza el poder, siempre es recomendable buscar la lógica detrás de los actos. Porque algo que a primera vista luce “irracional” siempre guarda un significado o intención oculta.

Hay algo profundamente incómodo en ver a un presidente que se toma la libertad de cantar, si a eso se le puede llamar cantar, jugando al rockstar con sus amigos, dando un recital de 14 temas ante sus fans, en un contexto donde su espacio político cruje, la economía no mejora y llueven las denuncias de corrupción contra su entorno.

La escena condensa la tensión entre lo humano y lo institucional, pero también plantea una pregunta: ¿qué expresa el Presidente con su show sobre la cubierta del Titanic? La tesis plausible que propusieron la mayoría de los analistas es simple: al Presidente le conviene hoy que lo vean como loco a que lo vean como corrupto. ¿Será así? ¿O será un nuevo error del Gobierno? ¿Loco en 2023 era interpretado como “loco lindo” y en 2025 es “loco malo” o, peor aún, “loco tonto”?

Algo que llamó la atención en redes fueron las imágenes proyectadas cuando Milei subió al escenario: grandes explosiones, demoliciones y bombas. ¿Qué simbolizarán las explosiones? ¿Qué es lo que Milei quiere dinamitar? Lo que pareciera estar implosionando, a estas horas, es su propio espacio político.

Cantar sobre un escenario le funcionó en 2023 como performance de outsider, un signo de autenticidad que prendía porque la gente quería creer en la épica del desafío al sistema. De una persona que era “él mismo”, auténtico, en contraste con los políticos tradicionales que catalogaba como “casta”.

El rock and roll le vino como anillo al dedo para el significante outsider. Porque el rock no es sólo música, implica una cultura y un modo de ver la vida desde una oposición a lo establecido. En el rock se fomenta cierto grado de “locura”, porque como arte vanguardista, cuestiona de alguna manera la cotidianeidad.

La figura del rockstar es la idealización del hombre libre, sin ataduras, que se reinventa a sí mismo en el arte con la música como soporte. Cuando los jóvenes van a un recital de rock, pagan la entrada para ver a alguien hacer lo que ellos no se animan, o incluso vivir de una forma en la que sería complicado sostener una rutina. Quizás vean a alguien que les recuerda quiénes verdaderamente quieren ser. Por eso muchos artistas generan tanta devoción, y hasta se denominan “misas” a los recitales, con contingentes de chicos y chicas que recorren largos tramos en colectivos, a dedo o en micros alquilados para ver shows de bandas como La Renga o el Indio Solari.

Como significante, podríamos poner aquí el ejemplo de Charly García y los escándalos durante su carrera. Con todo lo controversial que puede considerarse su comportamiento a la hora de convivir en sociedad, hechos que uno consideraría absurdos o riesgosos como dañar habitaciones de hoteles, escribir sus paredes con aerosol o tirarse a una pileta desde el noveno piso de un edificio, son vistos en el ídolo como actos icónicos. Comportamientos que causarían indignación viniendo de una persona común, pero al rockero se le admiten, e incluso se le premia cierto grado de locura.

En la teoría semiótica, Ferdinand de Saussure propuso que el signo lingüístico se compone de dos caras inseparables: el significante (la forma sonora o visual) y el significado (el concepto mental que evoca). Ninguna de estas partes tiene sentido por sí misma: su valor surge únicamente de la diferencia con los demás signos del sistema lingüístico. “En la lengua no hay más que diferencias”, decía Saussure, y esas diferencias son lo que otorgan sentido. De este modo, “loco” no significa nada por esencia, sino porque no es “cuerdo”, ni “racional”, ni “sensato”.

Ese principio diferencial convierte a los signos en entidades relacionales, no absolutas. Su valor está en la red de oposiciones que los sostiene dentro de un código compartido. Cuando el entorno cultural o político se transforma, esa red se reconfigura y los valores semánticos cambian con ella. Por eso, lo que ayer era una marca de autenticidad, hoy puede volverse una señal de amenaza. La semiótica enseña, por tanto, que el sentido nunca es estable: vive en la oscilación entre contexto y uso. Por eso hablamos de desplazamiento de significados: cuando cambia el campo simbólico, el significante arrastra consigo una nueva interpretación.

En política, estos deslizamientos son estratégicos. Un término que nació como emblema de rebeldía puede ser resignificado como síntoma de inestabilidad; un gesto que evocaba libertad puede volverse signo de descontrol. Hoy, tras dos años de gobierno, la misma expresión estética que era sinónimo de autenticidad para Milei ya no opera igual: el signo “loco” se ha desplazado.

Pero hay una ventaja estratégica en el ridículo visible: distrae la mirada. Probablemente este haya sido el cálculo del “ingeniero del caos”, Santiago Caputo, a la hora de exponer al Presidente al ridículo en medio de escándalos múltiples que erosionan cada día las bases de apoyo de La Libertad Avanza. Porque, en definitiva, es preferible que el Presidente sea visto como loco y no como corrupto, como repitieron todos los analistas.

Además, probablemente haya algo en la personalidad de Milei que lo haga disfrutar más del culto a su propia personalidad que de las tareas de gestión. Sus romances, sus giras como vocero de la extrema derecha, o incluso ahora este recital, parecieran revelar a un hombre que quiera fama.

Pero si se percibe a un líder como excéntrico, la conversación puede virar hacia su personalidad y alejarse de las pruebas concretas de mala praxis o de las investigaciones en curso, lo que genera las posibilidades de que sea interpretado de esa manera. Ahora, puede interpretarse lo contrario: una falta de respeto a la investidura presidencial.

Sin embargo, existe también un costo enorme: el desprecio por la gravedad de la situación económica y política que atraviesa el país. Cuando la música suena y las cifras de la economía se desmayan, la tonalidad del espectáculo se vuelve disonante con la vida cotidiana de millones.

El contraste entre el espectáculo del Presidente y la realidad cotidiana fue señalado por The Guardian: “Fue una puesta en escena más cercana al espectáculo que a la política, en un contexto marcado por ajustes que golpean a jubilados y hospitales, y una fuerte caída del peso”. El análisis fue publicado en una nota titulada “Quemando la casa: Milei se hace pasar por estrella de rock mientras la economía argentina se desploma”.

“La crisis política tampoco daba tregua. Apenas un mes antes, La Libertad Avanza había sufrido derrotas contundentes en las elecciones provinciales de Buenos Aires, y los escándalos de corrupción tocaban incluso a su círculo más cercano: la hermana del Presidente, Karina Milei, secretaria general de la Presidencia, estaba envuelta en un caso que indignó a la opinión pública”, expresa el texto. El show en el Arena, según analistas citados por el medio inglés, fue interpretado como un intento de “revitalizar un mito agotado” frente a la creciente pérdida de apoyo y la percepción de un gobierno desconectado de los problemas reales.

“A esto se sumaba la intervención externa y la dependencia financiera. Trump anunció un rescate de hasta 20 mil millones de dólares, respaldando al mandatario “al 100%”, una señal de fragilidad que mostraba que el país no podía enfrentar la crisis por sí solo”, agregaron. Para el medio británico, el recital fue una señal de que Milei apuesta a construir su figura antes que a dar respuestas concretas a los problemas estructurales que atraviesan Argentina.

La escena recuerda, inevitablemente, a otro liderazgo performático que confundió show con gobernabilidad y terminó de la peor manera. En otras palabras, llevó al paroxismo inverosímil la sentencia de Guy Debord en “La sociedad del espectáculo” convirtiéndose todo en mera representación. Y cuando se cruza la frontera del grotesco al ridículo todo se resignifica. Un síntoma todavía larvado es la cantidad de voces y que aparecen con más frecuencia repitiendo “pero debe terminar su mandato” tratando de exorcizar la tan temida finalización anticipada del mandato de un presidente, trauma por el que pasamos dolorosamente en 2002.

Analicemos ahora un momento similar al show que Milei brindó en el Movistar Arena, pero esta vez, protagonizado por un expresidente de Ecuador, Abdalá Bucaram, que cantó “Jailhouse Rock”, de Elvis Presley en 1996.

Bucaram, apodado “El Loco”. Fue presidente de Ecuador entre agosto de 1996 y febrero de 1997, y se convirtió en uno de los ejemplos más extremos de cómo la excentricidad y el populismo pueden derivar en colapso político. Proveniente de una familia de fuerte presencia en Guayaquil, llegó al poder con un discurso de outsider, anti élite y cercano al pueblo, muy similar al que hoy reivindican algunos líderes latinoamericanos. Durante su breve mandato, cultivó una imagen de irreverencia: bailaba en actos oficiales, cantaba rock en televisión y se autoproclamaba el presidente del pueblo. Su estilo, sin embargo, pronto se volvió caótico y polarizante.

En pocos meses, su gobierno se vio envuelto en denuncias de corrupciónnepotismo y malversación de fondos públicos. El déficit fiscal se disparó, la inflación golpeó a las clases medias y la popularidad de Bucaram se desplomó. Pero lo que selló su destino no fueron las irregularidades administrativas, sino su creciente comportamiento errático: discursos improvisados, decisiones contradictorias y gestos que muchos consideraban impropios de un jefe de Estado. La oposición, la prensa y amplios sectores de la sociedad comenzaron a hablar abiertamente de “desequilibrio mental”.

El 6 de febrero de 1997, apenas seis meses después de asumir, el Congreso Nacional declaró a Bucaram “mentalmente incapaz para gobernar”. La decisión fue tomada sin dictamen médico ni juicio político formal: se trató de una salida institucional de emergencia frente a un país paralizado por protestas, huelgas y cacerolazos. Con 44 votos a favor, el Parlamento lo destituyó y nombró presidenta interina a Rosalía Arteaga, aunque luego el poder efectivo quedó en manos de Fabián Alarcón. La idea de que detrás de la vicepresidenta mujer estaba el verdadero líder político Bucaram huyó a Panamá, donde obtuvo asilo político, y desde entonces su figura se convirtió en símbolo de la extravagancia política latinoamericana.

El signo “loco” es, en términos semióticos, una categoría elástica, un contenedor de ambigüedad que la cultura llena según el contexto. No designa un rasgo estable, sino un conjunto de actitudes que oscilan entre la genialidad y la amenaza.

Erasmo de Rotterdam, en “Elogio de la locura”, ya advertía que “la locura es el principio de toda felicidad humana”, porque libera a los hombres de la rigidez de la razón y los impulsa a la acción. En ese sentido, el concepto de “loco lindo”, como frase de uso cotidiano en nuestro país, encarna una energía vital, una ruptura benéfica del orden que devuelve frescura. Una persona que, si bien puede tener alguna excentricidad, eso la hace única, su locura es inofensiva.

Pero el lenguaje popular también sabe catalogar al “loco malo”: el que no conoce límites ni entiende razones y puede ser peligroso. Erasmo lo insinuaba cuando escribía que la locura también está presente en los palacios y los templos, advirtiendo que el delirio, cuando se instala en el poder, ya no es liberador sino tiránico. Ese paso del “loco lindo” al “loco peligroso” es el punto de inflexión donde la sociedad cambia su risa por miedo. El discurso que antes parecía iconoclasta comienza a leerse como desquicio; el gesto irreverente se vuelve signo de descontrol.

En “Elogio de la locura”, Erasmo sostenía que los hombres más felices son los que viven sin juicio, pero también advertía que el exceso de insensatez corroe la armonía del mundo. Esa dualidad atraviesa la figura de Milei: su locura fue vista al principio como motor de ruptura, pero ahora amenaza con convertirse de virtud en defecto.

En 2022, Milei habló sobre quienes lo consideraban un loco y dijo: “La diferencia entre un genio y un loco es el éxito”. Se puede coincidir con el Presidente, quien debería preguntarse ahora qué pasa con la diferencia entre un logo y un genio si no tiene éxito. Pero la locura otorga otro beneficio en política, la inimputabilidad. Siempre es mejor un loco que un corrupto.

La comunicación política moderna sabe explotar los sentimientos de la audiencia y la comunicación emocional. Los asesores calculan que una narrativa que enfatice la excentricidad es menos letal electoralmente que quedar envuelto en escándalos de corrupción.

Además, la locura funciona como coartada para que la gente crea algo que sería increíble en un caso racional, por ejemplo, como era en su momento el relato de que Milei delegaba completamente en su hermana el armado político porque, como “genio excéntrico”, sólo le interesa el plan a largo plazo para la Argentina.

Caputo, asesor señalado por algunos comentaristas como el artífice de reavivar la fórmula del 2023, incurre en un error clásico: creer que la repetición de un mismo acto, en condiciones diferentes, puede reproducir los mismos efectos.

Volviendo a Saussure y al concepto de que los signos se definen por sus diferencias y por su historia de uso, podríamos decir que el signo “loco” se usó como arma contra la casta y ahora compite con el signo “corrupto”, y en esa colisión semántica, la sociedad reevalúa a su gobernante.

Desde la escuela de Palo Alto y la teoría de la comunicación sabemos que “uno no puede no comunicar”. Cada gesto del Presidente entra al sistema semiótico público y produce efectos que se retroalimentan con la agenda mediática. Cada palabra, cada postura, cada pausa en un acto político se convierte en signo y es interpretado por múltiples audiencias, incluso cuando no era la intención del emisor.

En este sentido, la gestión política es una red de señales donde cada acto se lee como evidencia de carácter, intención o estrategia, y la interpretación del público completa el mensaje que la acción física solo inició. Debord describiría esto como una intensificación del espectáculo: la realidad social mediada por imágenes y representaciones hasta hacer perder su densidad. El espectáculo no reproduce la realidad, sino que la sustituye; no refleja los problemas, sino que los representa como ficción, espectáculo y entretenimiento.

Cada acto performático del Presidente se convierte en evento mediático, cuyo valor se mide más en impacto visual o viral que en contenido sustantivo, y así la política se convierte en un producto cultural consumible, donde la percepción supera a la realidad concreta.

Este desplazamiento de lo político hacia lo espectacular genera un efecto doble: por un lado moviliza emociones y atención; por otro, diluye la capacidad crítica y la comprensión de los hechos. Los ciudadanos observan, reaccionan y comentan, pero muchas veces sin evaluar consecuencias estructurales ni datos económicos, sociales o legales, porque la forma y el dramatismo han reemplazado al análisis.

En este contexto, la política no se vive como proceso de decisiones, sino como narrativa audiovisual: cada gesto y cada canto se leen como símbolos, y la gestión real queda subsumida bajo la lógica del espectáculo. Pero estos mecanismos funcionan en tanto y en cuanto la crisis económica y política esté en su cauce.

Muchos medios describieron el acto de Milei como un intento de proyectar confianza mientras la economía alerta. Incluso periodistas afines lo señalan, lo cual es un signo inequívoco de lo profunda que es la crisis que atraviesa el oficialismo. “Se organizaron un autocumpleaños en el medio de acusaciones de financiamiento narco”, criticó Jonathan Viale.

¿Será la locura una estrategia efectiva para recuperar a la juventud? ¿O será un pelotazo en contra?

El error político es subestimar a esa mayoría que está sufriendo las consecuencias del ajuste, endeudada y que no se preocupa por el “riesgo kuka”, sino por llegar a fin de mes. La teatralidad puede reanimar a los fanáticos, pero no repone confianza de los mercados, ni da signos de estabilidad institucional. Y cuando la desconfianza se instala completamente, la calle y la calle online se vuelve menos tolerante a los gestos payasescos del Presidente.

El costo económico del desacople es real, porque un Presidente que está “en un cumple” mientras se incendia el país no otorga ninguna sensación de estabilidad. Es imaginable lo que pensarán, por ejemplo, las autoridades del Fondo Monetario Internacional (FMI) o sus socios del Tesoro norteamericano al ver al Presidente cantando “Panic Show” mientras la economía se descontrola.

Es verdad que Milei no es el único presidente argentino que apeló a la música para generar simpatía en la audiencia. Mauricio Macri imitó a Freddie Mercury. Desde el punto de vista psicológico se puede comprender perfectamente el estado de excitación que genera el poder y la idea de que uno puede ser un superhéroe.

Otro ejemplo es el de Cristina Kirchner bailando durante el lanzamiento de Unidad Ciudadana, o el de Alberto Fernández -a quien se lo apodó “capitán Beto”, por su afición a Luis Alberto Spinetta y sus habilidades con la guitarra-, quien cantó en un acto en Florencio Varela en 2022.

Pero es cierto que, lo que en las tres presidencias anteriores fue un evento anecdótico, Milei lo llevó más allá, con un verdadero show a todo vapor, realizado en el peor momento de su gestión. Lo que tiene un Presidente o un candidato es audiencia, y se utiliza la audiencia para otro fin.

La ironía final es amarga: para protegerse, el poder apela a la locura, pero la locura, cuando gobierna, termina por devorar al gobernante y a la república. Gobernar exige mesura, y la política de la distracción tiene un límite funcional que, si se cruza, puede conducir al colapso institucional.

El verdadero valor de un líder no se expresa en los momentos de calma, sino de crisis. En su capacidad para ordenar a la tropa y otorgar estabilidad y soluciones. Todo lo contrario a lo que expresa Milei con su comportamiento infantil y aspiracional.

El libro presentado hace dos días en el Movistar Arena se llama “La construcción del milagro”, quizás un milagro sea lo que necesita Milei para mantener a flote una gestión que se desmorona asediada por múltiples frentes al punto de ser motivo de análisis en sectores dedicados a la política, la necesidad de un mecanismo que garantice gobernabilidad si el propio Presidente no estuviera en condiciones de ejercerla.

Producción de texto e imágenes: Facundo Maceira

Por Jorge Fontevecchia-Perfil